lunes, 12 de noviembre de 2007

“Por los caminos de mi Tierra”

Prof. José Antonio Méndez de León
mechitas1939@yahoo.com
AVENTURAS EN PETÉN

(2a. parte)
Bueno, al día siguiente, me levanté temprano, allí el calor impide que uno se quede dando vueltas en la cama.

El duchazo tempranero fue muy sabroso. Luego de un desayuno reconfortante, me encaminé a la aldea, un conjunto de chozas y casas muy sencillas, principalmente hechas de bajareque con techos de palma o manaco. Las calles eran de tierra, y en esa época, nuestro invierno o estación lluviosa, eran más bien lodazales. Pero estaba bien preparado para estas inconveniencias, con impermeable, botas de montaña, linternas y protector para picaduras de mosquitos. A media mañana platiqué con un de los miembros del Destacamento Militar, todavía era el tiempo de la llamada Guerra Interna, y nos dijo que en ese lugar había tres clases de mosquitos: el chaquiste, un bichito microscópico, negrito que se apiña en molotitos y cuyos miembros pican todos al mismo tiempo, el rodador al cual se le llama así porque bebe tanta sangre de su victima que termina rodando sobre si mismo y finalmente el jején, conocido en las costas del país, cuya picadura resulta infecciosa. Esta persona me dijo, “usted es muy blanco y de piel fina y no creo que aguante estar aquí mucho tiempo.” Me contó que a un enfermero del Ejército se lo habían llevado en helicóptero, a la Capital, al hospital debido a que estos mosquitos bandidos le habían causado una reacción alérgica tremenda. ¡Imagenemos cómo me sentiría yo después de esos comentarios y esa historia!

Sin embargo, decidí quedarme, hacer un esfuerzo y dar lo mejor de mi mismo. Con el tiempo me daría cuenta que había valido la pena soportar unas cuantas picaduras. Resultó que los mosquitos, por alguna razón misteriosa, decidieron permitir que yo me quedara en Bethel varios meses, ¡me picaron solamente en fines de semana! desde el primer día conseguí donde almorzar, me dijeron que solo había un restaurante pasable, a orillas del gran rió, donde me ofrecieron pollo frito, frijoles, huevo y aguas gaseosas. Otro lugar para comer era el ranchón de Don cesar, un veterano de la guerrilla y hombre de la selva, con el tiempo llegamos a ser grandes amigos. En este rancho se reunía toda la sociedad de Bethel, niños y grandes, turistas de paso para México y visitantes locales. Las hamburguesas eran simplemente deliciosas, ¡y enormes! Bethel resultó ser un paso fronterizo, la mayoría de turistas se quedaban a lo sumo un día en el lugar para luego tomar una lancha y remontar el Usumacinta para cruzar a México rió abajo (el costo del viaje era de Q250 por persona, era hora y media de viaje).

Las clases de ingles comenzarían a las cinco de la tarde, hora en que la población se desocupaba de sus tareas diarias. Yo traía algún material que me había proporcionado INTECAP, y algo más, de mi cosecha. Esperaba, por lo menos, un lugar adecuado para impartir mis clases. El horario seria de cinco a nueve de la noche. A esa hora yo tendría que regresar al hotel caminando por entre la selva. Temblaba de solo pensar como me iría con esto. Me presente a la escuelita pública, la única que había, antes de las cinco. Ya había un enjambre de muchachitos encaramados en la malla exterior de las paredes. El aula estaba anegada pues con el fuerte invierno el agua soplaba por las ventanas. Ya habría unas cuarenta personas esperando ansiosamente su clase. En la Capital se me habían dicho que tendríamos unos cuantos alumnos. Pero, en Bethel, todo el mundo quería aprender ingles así es que me encontré, ya para las cinco y media de la tarde con unos 60 o más participantes. Algunos niñitos llegaron descalzos, otras personas con caites y en playera, el calor era tan fuerte a esa hora como en la mañana. Comenzaba a llover, y entonces, noé que no había luz eléctrica. El pizarrón era muy viejo y estaba completamente desgastado. Alguien se ofreció a trae un bombillo, como de 50 vatios. La luz venia de una plantita municipal que arrancaba por las noches. De repente se acercó a mí un oficial del Ejército, muy gallardo y bien plantado, y se presentó como el Capitán Reyes comandante del Destacamento Militar de Bethel. Mandó a tres de sus soldados a traer una pizarra blanca y varios marcadores nuevos, el destacamento se encontraba a unos pocos metros de distancia. Entre mis alumnos había, pues, de todo; amas de casa, niños de todas edades, lancheros del rió, trabajadores agrícolas, enfermeros del centro de salud, soldados, meseros del hotelito ecológico, cocineros, guías turísticos, empleados del puesto de Migración, etc. Así, de esta manera comencé mis clase con el grupo mas heterogéneo que se pueda imaginar, y el grupo más precioso y aprovechado que he tenido a mi cargo.

Al final de la clase, se me asignó un guía de primera clase, un niño de 8 años apodado el “Pígua” (marisco del Usumacinta parecido a la langosta). El Pígua traía un buen machete, había mucha culebra en el trayecto de vuelta al hotel, me dijo, y yo tenía una buena linterna. Partimos hacia la Cooperativa a eso de las nueve y media, bajo los chorros de agua. Este niño fue mi mejor amigo durante mi estancia en esta selva de nuestra Guatemala, donde viven unas de las mejores personas que uno pueda conocer.


(continuará)

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