sábado, 11 de abril de 2020




Una vivencia retrospectiva de la Semana Santa

Por: J. Rodolfo Custodio G.
Revista POLEMICAxela


La Semana Santa de 2020 me hizo retroceder hasta los años 1940 – 1950, cuando vivíamos con nuestros padres en la casa solariega y llena de flores y árboles frutales de Quetzaltenango.
Los sonidos cotidianos eran: muy cercanamente, el “pito” de la Licorera que sonaba muy fuerte desde la octava avenida y sexta calle de la actual zona uno, cerca de la Cruz Roja, donde se ubicaba la fábrica; y el de Mont Blanc en el actual Centro Comercial del mismo nombre, a las 7 y media, ocho menos cuarto y ocho de la mañana; a las 12 del mediodía; a la una y media, dos menos cuarto y dos de la tarde…   y a las 5 de la tarde. El de la Cervecería y el de la fábrica El Zeppelín se escuchaba algunas veces pero no era tan potente como los descritos.  Era la llamada a los trabajadores para entrar y salir de sus labores y ese era, además, nuestro más efectivo aviso para llegar puntualmente a nuestros estudios de primaria.
También se escuchaban las sonoras campanadas del reloj del INVO y el de la Penitenciaría, ahora Casa de la Cultura de Occidente.
Las campanas de la Catedral dejaban escuchar su grave y solemne sonido todas las mañanas a las seis de la mañana, a las doce del mediodía y a las seis de la tarde.
Cuando uno estaba cerca también se escuchaban las campanas del reloj del Hospital General de Occidente en la 14 avenida y las campanas de su templo.
Por algo el poeta Alberto Velázquez escribió que Quetzaltenango nació “bajo la exaltación de las campanas y la algazara de los clarineros”.
Pero la Semana Santa era verdaderamente solemne y llena de respeto.  Mi mamá nos llevaba a la iglesia a presenciar los solemnes rituales del Jueves y del Viernes Santo… y después de ello, por la tarde, la gente solamente salía a presenciar las procesiones y luego a albergarse en su casa.
No había campanas  (las iglesias estaban dotadas de unas grandes matracas de madera que hacían sonar en vez de los repiques); el incipiente servicio urbano que lo formaban tres camionetas anaranjadas de la CIX, detenían su marcha el Viernes Santo, los taxistas guardaban sus automóviles, las tiendas cerraban sus puertas, las cantinas apagaban sus rockolas y solo abrían una puerta para atender a los que, fatigados, pasaban después de las procesiones a tomarse un refresco o un vaso de cerveza,  los mercados no funcionaban, las radiodifusoras permanecían cerradas con sus transmisores apagados y las emisoras internacionales que se captaban por la onda corta, solamente ponían música clásica sinfónica…  la ciudad estaba solitaria, casi como ahora cuando es el toque de queda.
El Viernes Santo a las 3 de la tarde, mi mamá nos hincaba en el dormitorio y nos ponía a rezar y nosotros, con todo respeto, atendíamos esa orden que iba acompañada de alguna lectura bíblica, recordando la muerte de nuestro Señor Jesucristo.
¿Cuándo se perdió ese respeto y ese silencio de meditación?  ¿En qué momento el mundo giró de manera tan veloz que se olvidó de todo lo sagrado y se hizo al mundanal ruido, a la visita a las playas y al jolgorio mezclado con excesos de licor y placeres?
La pandemia del coronavirus nos regresó abruptamente a los años de respeto en que la Semana Santa era realmente santa y se trataba de vivir con honestidad, con respeto y meditación.
De todas las cosas positivas que hemos presenciado en este encierro provocado por la pandemia, una de las más positivas es la oración y el clamor a Dios en nuestros hogares.
El ser humano no está acostumbrado a realizar cambios por las buenas, sobre todo en una sociedad de consumo como la que se vivía antes del covid-19, donde se hizo la reina de las frases aquella de  ¡Cuánto tienes… cuanto vales!
Volvió la Semana Santa de silencio y de meditación…  Silencio…  solo oración.

Que Dios nos acepte esta vivencia y se apiade de nosotros, a partir de una  Semana Santa silenciosa, sin gente en las calles, orando todos en su casa… la Semana Santa de 2020.  ¡Que así sea!
             




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